Soledades Compartidas

30 de abril de 2007

 

La ciudad. Un aglomerado de gente que corre por llegar a tiempo, que mira sin observar, que se atropella en su búsqueda inocua de un objetivo banal, personas que empujan sin disculparse, que están demasiado apurados como para expresar sus disculpas, o simplemente sonreír en un gesto de vergüenza propia, ante la reflexión de su comportamiento acelerado.

No. Sólo gente corriendo a la tumba, sin saborear un poco de algo: lo que sea. Corren para llegar a sus responsabilidades, corren de las responsabilidades para apurarse en descansar, y luego, el descanso lo aceleran, para continuar con aquella responsabilidad suspendida, y finalmente, tras la jornada, regresar – más veloces que nunca- a su casa, en la cual, comerán y dormirán rápidamente, para poder ‘descansar’.

Una constante rutina veloz, que no permite la presencia del tiempo siquiera.

Qué vida agotadora. Tan diferente de los pueblos.

Allí, en los pueblos, el tiempo se dilata. Excepcionalmente, por esa extraña capacidad del humano de percibir las cosas sin que se puedan describir por ecuaciones diferenciales, la persona de pueblo, camina con tranquilidad, degusta demasiado la vida, saludando a su gente, a la que conoce de hace años y milenios se podría decir, si es que el humano tuviera inteligencia acumulativa de generaciones anteriores.

El ingreso o egreso de su ruta o paseo, es queda, y disfruta de cada uno de los humanos con los que choca diariamente. Pero sin embargo, esos humanos son siempre los mismos. Está atrapado prácticamente en un círculo reiterativo y fotocopiado, que transcurre con una velocidad asombrosamente pausada. Incluso miles de veces, se le puede contemplar con los ojos en el cielo, en una expresión de aburrimiento absoluto.

Y es que tanto el hombre de cuidad como el de campo, no saben de su propia insatisfacción aunque la sienten latente, allí, debajo del pecho, latiendo cual corazón.

Uno, muy apurado para ver a los otros, no los percibe; el otro, con demasiado tiempo a la reflexión, sólo se resigna a la rutina diaria de las mismas caras, los mismos gestos, y las mismas eternas contestaciones.

Y es allí cuando el espíritu aventurero nace de entre las penumbras de su ser. Emerge como una Orca que destroza a la foca, su presa, que nada desprevenida en la superficie marina.

Y una vez más la frustración, el miedo, el deseo, y el temor.

De todos esos sentimientos, si la resignación no los opaca, terminan por determinar la acción: mudarse en busca del nuevo sentido al vivir.

Luego, como vagabundos decididos, declinan toda su realidad, aquella que les hacía vivir corriendo o dando pasos lentos, e intercambian sus roles.

En sus respectivas Terminales, toman el autobús que les llevará a su nuevo destino. Quizás durante el viaje, ambos se contemplen en la ruta, cuando casualmente, el bus que los conduce, se cruce por solo un instante con el otro, sellando todas las posibilidades de conocerse mutuamente.

Simplemente un contemplar igual de expectante, que no duraría más de un segundo, y luego, fugaz, se pierde en el tiempo... búsqueda de aquello que no encuentran....

El hombre de cuidad, caería en aquel pueblo que recuperaba el habitante perdido, y respiraría con gusto el aire sosegado del lugar. Cual paraíso, la amabilidad, la simpleza, y el lento paso del tiempo le maravillarán. Se sentirá en su hogar, en un hogar que nunca fue propio, pero que parecía serlo, al menos, las primeras tres semanas.

Análogamente, el hombre caído en la ciudad, se sentirá empequeñecido por la majestuosidad de aquellos gigantes de concreto que se erigen en las ciudades, por las luces que opacan la belleza de las estrellas – en realidad, de las pocas que se pueden contemplar en la ciudad contaminada – y el ruido de vida aturdirá sus sentidos, pero todo le parecerá simplemente fascinante. Sólo por tres semanas.

Luego del período de adaptación, comenzarán a notar las carencias.

El campo le ofrecía al pueblerino, una paz que no lograba encontrar. Ya no era la rutina lo que le molestaba. Simplemente no había forma de crear una rutina, que no fuera, la de correr a la velocidad del tiempo – tan infructuosa carrera -. La irritación exasperaría su semblante calmo, y pronto, acoplado a la masa, comenzaría a ser uno más de aquel montón acelerado, empujando gente desconocida, preocupado por el tiempo que se escurriría de sus manos, deseando descansar lo antes posible, con lo que alimentaba el vicioso círculo de rapidez.

Y sólo cuando llegara a su casa, sentado en la cama, contemplaría el cielo lleno de smog, que empañaba a las estrellas, y comenzaría a notar la angustia de su existencia. Allí mismo nacería de vuelta, esa frustración de la que se había creído liberar apenas pisó la ciudad.

Pero no sería el único.

En el campo, su análogo, estaría horas sentado en una banca de plaza, contemplando el inerte pueblo, sin almas para su percepción – acostumbrado a los aglutinamientos – y la rutina de conocer a cada una de las personas que allí vivían, pronto terminaría con su curiosidad. El pueblo se le mostraría en extremo aburrido. El silencio induciría el zumbido de sus oídos, y toda su energía acumulada, gritaría por libertad. Aquel movimiento lento de transcurso de tiempo, en el fondo, sería una cadena para su espíritu.

Y al igual que aquel hombre que ocupaba su lugar en la ciudad, volvería a sentir su frustración: Esa necesidad de pertenencia, que todo humano en algún momento desea poseer, aunque sea, por un breve instante.

Pero allí, el hombre en la banca de la plaza, el hombre sentado en su cama, mirando el cielo oscurecido, solo podría sentir el latido calmo que lentamente se intensificaría.

Una vida que transcurría con diferentes velocidades, pero que a final de cuentas, ejecutaba la misma acción: camino hacia la tumba.

Suspiraron en simultáneo, a pesar de que nunca lo sabrían, y en ese mismo momento, la decisión de la resignación les venció por completo.

Mejor el infierno conocido a uno nuevo que conocer.

Ahora, el cansancio que la experiencia les había generado, había enturbiado sus miradas, y sus rostros ya no eran el de un niño expectante. Habían cambiado a un gesto cansado y resignado, entristecido de aquella verdad que tan duro les había golpeado.

Y es que la verdad, parecía, no tenía más que dos realidades: la positiva, la negativa. El Sí o el No. No más posibilidades.

De regreso a sus ecosistemas naturales, los buses de aquellos dos hombres se volvieron a encontrar en la ruta. Se miraron por segunda vez a través de las ventanillas, sorprendidos de la coincidencia. Sólo un segundo. Sólo una segunda vez en sus vidas.

Y ya un autobús se alejaba del otro sin posibilidad de detención.

La mecha del misterio se encendió en sus almas.

Al regresar a su pueblo, el hombre contempló al mismo con cierto gusto de añoranza y amargura.

Caminó con tranquilidad hacia la plaza central, y allí, se dejó caer sobre una banca. Miró a su costado, y un joven concentrado en un libro, apenas percibía su presencia.

Un joven nuevo en el pueblo, uno que no había reconocido. ¿Acaso el pueblo tardaría mucho en convertirse en ese infierno de desconocidos que era la ciudad?.

El muchacho, parpadeando varias veces, levantó su rostro hacia el hombre, y le miró por un segundo. Un simple segundo, y sonrió.

Observó el libro que tenia en sus manos el joven, del cual sólo distinguió una tapa con un dibujo eclesiástico, una rosa, y la palabra ‘Nombre’ escrita, cuyo título completo era tapado por los dedos del joven.

Volvió a posar sus ojos en los del muchacho, y le miró con curiosidad.

Una joven esperando el autobús, cargando su mochila, inyectándose música por los oídos, se encontraba abstraída, mirando el suelo.

Esa fue la primera imagen que contempló el hombre cuando llegó a su ciudad natal. El ruido, el humo, los insultos, las bocinas furiosas de conductores impacientes, los empujones de personas que continuaban con su carrera, le supo muy natural, y casi no lo percibió, más allá de aquella imagen de una joven que dejaba pasar autobús tras autobús, demasiado abstraída en sus pensamientos, aplacando el estrepitoso ruido de la gran ciudad con aquellos pequeños audífonos.

Caminó con lentitud hasta simular esperar un autobús, en el mismo lugar donde la joven aguardaba, apoyada sobre el poste que indicaba con un minúsculo número la parada de tal línea de transporte.

La mirada de la chica, se perdía más allá de la tierra, más allá del suelo. Estaba observando, estaba contemplando, y estaba viviendo un universo que él desconocía. Curioso, frunció su ceño, logrando distraer a la joven de su mundo. La chica parpadeó varias veces, y levantó su rostro hacia el desconocido, contemplándolo con neutral gesto, el cual había adoptado de inmediato, pero que no tenía similitud alguna con el rostro amable que había estado ostentado hasta ese momento.

Se sacó un audífono y levantó una ceja, en actitud de quien espera una pregunta.

El hombre se sorprendió. ¿Acaso comenzó a ver observando en medio de la ciudad?.

- ¿Ocurre algo, señor?

- No. sólo creí que te conocía de algún lado...

- ¿Mn?

- Vengo de un pueblo al norte... creí haberte visto con un muchacho en la plaza central del lugar.

- Oh. Es cierto. Usted era el que se sentaba en la banca y contemplaba todo demasiado perdido. ¿vive en la ciudad?

El hombre parpadeó varias veces.

Y lo recordó.

Recordó que siempre contemplaba a ese chico que al igual que él, se perdía en su propio universo, sentado en una banca de aquella inmensa plaza.

Pero de un día para otro, una joven similar, se había acoplado a la compañía del joven, tan sumidos en sus universos, en sus charlas de voz baja, en sus silencios, que había experimentado no sólo una profunda curiosidad sino una suave envidia de aquel milagro. Había creído que eran los únicos del pueblo que parecía no importarles el lugar aburrido en el que se encontraban. Parecían dos personas en el ‘mismo universo’.

Parecían estar acompañándose en sus soledades.

Suspiró.

- ¿Se encuentra bien, señor?

- Sí. Lo estoy... soy de ciudad... sólo que...

Se cortó a sí mismo.

Contempló a la joven una vez más. Cabello raramente cortado, ropas desalineadas y una mochila de apariencia pesada. No tenía nada de especial, no tenía nada que la distinguiera del resto. Pero algo la alejaba de su soledad, de aquella soledad, de aquella frustración...

Y lo comprendió. Sonrió cual vencido da por terminado la pelea.

- no te afecta vivir en ciudad o campo... – afirmó cansino

- Yo no cambio mi mundo cuando cambio de lugar.

- Lo supuse.

Sin saludar, dio media vuelta y se fue a su casa, agotado de tan largo viaje.

La chica, volviendo a su rostro de indiferencia – que en el transcurso de esa breve charla había adquirido un suave gesto de sorpresa - colocó el audífono en su oído, y miró el reloj. Tomó el siguiente autobús.

¿Se necesitaba cambiar de lugar para encontrar el propio lugar? ¿Se necesitaba un viaje para degustar la frustración de la propia soledad? ¿Se necesitaba observar a un par de jóvenes para comprender que las personas viven en universos personales, que sólo unos privilegiados pueden compartir mutuamente?

El hombre en la plaza, aún contemplaba la sonrisa suave de aquel muchacho.

- Joven, tú que lees, debes ser muy conocedor de las cosas...

- No, no lo soy...

- Lo pareces...

- Las apariencias nunca muestran lo que son. Pocos ven mas allá de la carne.

- ¿Pocos? ¿Entonces existen?

- Existen para cada uno de nosotros. Son pocos los que comparten nuestro propio universo personal...

- Gente como uno, ¿verdad?

- Algo así.

El muchacho sonrió de vuelta, y se concentró en su universo una vez más.

El hombre suspiró sonoramente.

Había comprendido.

Soledades compartidas. Ni mil viajes por el mundo entero reemplazarían la tranquilidad que otorga la presencia de un ser con el que pudiera compartir su mundo personal.

¿Con quién podría compartir su soledad, su mismo universo?

Y entonces recordó aquella mirada igual que la suya, que duró por un segundo, en la ruta, tan anónima como cualquier ciudad, como cualquier pueblo...

Maboroshi 2007-04-30

1 Oscuridades:

Frey dijo...

Comparto tu soledad :D