Ojos de Cristal

28 de agosto de 2007

 

La gran ciudad. El monstruo de existencia propia que aparentemente inerte, consume con lentitud la vida que se escapa veloz de cada uno de los seres que la atraviesan. Grandes cantidades de gentes anónimas cruzan calles con velocidad, a la vez que sus pasos son apurados por otras personas que continúan esa carrera, y por aquellos autos que buscan desesperados transitar esos pasos peatonales. Más de uno pasaría por encima a toda esa manada de gente si tan solo no existiera castigo tras su acción. Y es que la nobleza, muchas veces es una forma refinada de miedo, es una forma hipócrita de una negociación intrahumana llamada ‘convivencia’.

El sonido atesta el ambiente: insultos de taxistas, gente apurada, bicicletas violadas, perros callejeros pateados, caninos aplastados por la impaciencia de los conductores.

Y de esa forma transcurre el tiempo en el gran monstruo consumista. Entes, ya no mas ‘gentes’, entran y salen de edificios, y realizan sus movimientos rutinarios una y otra vez.

Siempre la misma mañana, siempre la misma llave que cierra la misma puerta. Siempre la misma casa que va quedando atrás a medida que el mismo auto describe la trayectoria circular del tiempo, llegando a su mismo destino una y otra vez, viendo las mismas caras, rumiando los mismos odios, simulando las mismas simpatías, hasta que la misma noche cae, y deshaciendo aquel camino, regresa a esa misma casa que había dejado atrás, y se oculta en esa misma cama, para dormir en una noche más.

Y la vida es así para cada uno de los seres que conforman ese monstruo. El simple perro negro, de profundas cicatrices, que se resguarda de las patadas propias de la manada de humanos, permanece inmutable durante el día.

Desde su pequeño refugio, puede ver el constante fluir de piernas que van y vienen a un ritmo acelerado, hasta que la noche cae.

Cuando la luna bañe la ciudad, un nuevo monstruo seductor despierta.

El perro sale de su refugio en busca de su alimento nocturno. Caminando por calles desérticas, en busca de una basura provechosa, se encuentra con niñas disfrazadas de adultas o mujeres nacidas en cuerpos erróneos cuya naturaleza – castigada por el monstruo diurno- les impide formar parte de aquella rutina a la luz del sol.

Sin importarle la presencia de un adinerado hombre que manosea a una pasiva niña, el canino roe los pedazos dignos de una bolsa encontrada, y con la panza engañada, pues llena probablemente nunca la experimente, camina sobre sus pasos.

Pero la vida dentro de ese monstruo, no es fácil, ni siquiera para los perros.

Cuando llega a su antiguo refugio, sólo encuentra un perro más joven, más fornido, que le ataca, y tras una pelea que lacera aún más su roído pelaje, renquea hasta la autopista. Bajo ella, todo ser errante puede encontrar un refugio.

El canino, lentamente recorre el estrecho lugar que se eleva del suelo en macizas estructuras de concreto, para ubicar el mejor rincón disponible.

Sólo halla de entre la oscuridad, en un pequeño hueco, una extraña forma humanoide.

Camina con lentitud, acercándose, quejándose por la herida, apoyando con dolor su sangrante pata, hacia esa figura que la luz de luna abrillanta en parte.

El perro contempla esa silueta: es una mujer sentada en una roca. Mira el suelo, con el rostro entristecido. Sus ojos, antiguas esmeraldas, se encontraban cenicientos, tal como su cabello azabache que ahora decoloraba en castaño. Su piel suave y blanca, lentamente se escamaba con el pasar de los años. Y bajado en la contemplación de aquella figura, el perro observa que las piernas de esa mujer eran de hielo, sobre el cual, la luna se refleja con frialdad.

El canino, adolorido, se acerca a esa imagen, y se sienta a los pies inmóviles de aquel ente, para lamer sus heridas. A pesar de ese movimiento, la mujer no se inmuta, ni siquiera, modifica su mirar.

En el silencio de la noche, el lamer suave del perro se interrumpe por una carcajada que aparentemente se acerca. Dejando su quehacer, el canino levanta sus orejas, y contempla a un hombre, que rodeado de dos mujeres, camina por el descampado de la autopista, en dirección de un aposento provisorio. Ese hombre, sólo contempla por un instante aquel rincón bajo la autopista. Sólo un instante, sin dar importancia al asunto, sin una pizca de interés, conmoción o sentimiento. Y desaparece tras sus carcajadas, rodeado de sus dos mujeres.

Las orejas del canino se bajan, al percibir que cualquier indicio de peligro ha pasado, pero un sonido crujiente le asusta. Se levanta con rapidez de su lugar, a los pies de esa figura, y mira el origen de aquel perturbador crujir.

La antigua mano de esa mujer, apoyado en el congelado regazo, se había transformado en hielo. Un hielo que lentamente se elevaría por el brazo.

Tras oler aquella mano congelada, se sienta de nuevo a sus pies. Sin percatarse, el mismo perro había elegido una compañía tan helada como su propia soledad.

Las horas pasan, y la luna, mas centrada en el cielo, muestra su sardónica sonrisa a ese monstruo seductor que siempre contempla con las estrellas.

Nuevas carcajadas se acercan de repente, retumbando en el silencio sepulcral de la noche, interrumpido de vez en cuando por algún auto en aquella autopista. Es un nuevo hombre, que camina ebrio por doquier, mirando sin percibir, pasando sin tener existencia.

Y un segundo crujido transformó el brazo de la mujer en hielo.

El perro sólo atinó a quejarse.

Un día más. El sol delimitando los mismos círculos, en ese monstruo diurno. Sin embargo, algo pareció cambiar.

El perro negro de pelaje roído, aquel de profundas cicatrices sobre su lomo, corría esquivando el flujo de piernas de la manada humana, zigzagueaba los autos arriesgando su pellejo, se desentendía de cualquier disputa canina por un nuevo refugio. Sólo mordía con sus cansados dientes, a ciertos individuos, rasgándole los pantalones. La mayoría, irritado, pateaban al animal, y proseguían en su rutinaria condena, sin prestar el mínimo de atención.

Cansado de ese esfuerzo que agotaba su ya raquítico cuerpo, el perro mordió el pantalón de una joven, que marchaba con un pequeño libro en su mano. Ella miró al canino, y sin entender su comprensión súbita del universo, caminó lentamente en la dirección que el perro le indicaba con paso rengo.

El animal guió a la joven hasta la autopista, hasta aquel rincón, hasta aquel hueco.

La joven, horrorizada, contempló la estatua de hielo: una mujer sentada, que estaba por completo congelada.

Dio un paso hacia la figura, y tocó con sus dedos el regazo helado. Los ojos de esa estatua se movieron de súbito, y asustaron a la joven, que dio un respingo hacia atrás.

El silencio se petrificó en ese instante. Los ojos cenicientos de aquella casi estatua, se fijaron en los de la joven, que rebozaban de gran vitalidad.

El canino, sólo se ubicó a los pies de aquella imagen inmutable.

- Es la mendiga - una voz detrás de la joven la asustó por segunda vez. Giró su rostro a una anciana que husmeaba por doquier, en busca de su vida propia olvidada en algún año de su existencia.

- ¿Qué le paso? ¿Acaso es algún tipo de embrujo?

- Eso no existe, niña. – respondió con convicción.

Tras esas palabras, un crujido llamó la atención de las hablantes, que contemplaron con un giro limpio de sus cabezas, la imagen de hielo a su frente.

Los ojos, fijos en la muchacha, se habían transformado en hielo.

Finalmente, toda aquella mujer se había metamorfoseado en una transparente y fría figura.

- ¡Que burda imitación de cristal!. Es una pena. El verano pronto llegará. – comentó la anciana, y se fue.

La joven sintió un suave dolor ante ese comentario.

Contempló la estatua en silencio, hasta que un crujido doloroso irrumpió el ambiente reflexivo, provocando la caída de su libro sobre el barro.

Desesperada, la joven contempló su propia mano, cuyo pulgar se había convertido en hielo.

Miró al canino, y éste, simplemente aulló.

Perdón por la mala redacción. Lo hice con mucho cansancio.

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