El tren es un centro de historias. Es un lugar donde miles de personajes dejan plasmada parte de su leyenda. Un momento, un recuerdo, o un garabato. Todo queda registrado en las paredes de lata de ese viejo vagón, que contemplan día tras día, el rutinario existir sin sentido de los humanos.
Diariamente ven a la mujer que vende sahumerios en el tren, que hacía años pedía ayuda por ser portadora. Diariamente ven a los niños que tomando diarios gratuitos de la tarde, venden en la noche sobre los vagones. Diariamente, los celulares de los pasajeros suenan, anunciando muertes esperadas, desengaños o nacimientos sorpresivos. Se ve la gran variedad de parejas, que van desde las más comunes hasta las más escondidas, ya que por su sexualidad, deben soslayar sus gestos, resbalar sus caricias por debajo del campo visual de la masa, y soportar el deseo de un beso fogoso.
Se ven a los vendedores de cosas baratas, que cansados y gastados, aún les queda una sonrisa o el ánimo para hacer una broma al final del día. La joven chica vendedora del café, a la cual le compra más de un mujeriego baboso. Está el hombre de la bebida, que lleva colgando la pequeña heladera de hielo en su espalda desviada, o el hombre de los ‘sanguches’ o del hot dog, que camina con pesar. También está el anciano, que luego de su enfermedad vascular, deambula por el tren, pidiendo sostén. Análogamente, los pocos ex soldados de Malvinas que aún viven y transitan por el tren, continúan pidiendo patriotismo a las almas baratas que se inflaman en los mundiales, pero que no son capaces de hacer un país mejor, respetando y haciendo respetar.
Los estudiantes también rellenan los huecos, intentando cultivarse en el más pequeño espacio disponible dentro del tren donde pueden desplegar una carpeta. Y también están los trasgresores carroñeros, que fuman prohibiciones, sin el menor respeto al resto de los pasajeros.
Están los de guardias de seguridad del tren, que nunca ven a la mujer que está sentada al lado de un delincuente que le habla, amenazándola bajo su campera con un arma.
Están los misteriosos, que vestidos en oscuros, contemplan las cosas con desconfianza, y a su vez, el resto le desconfía.
También los trabajadores y obreros se quejan del día, y se divierten al ver el trasero de una mujer, denigrándola con las peores frases que sus mentes pueden crear. Están las viejas molestas, que todo les irrita, y los imbéciles pajeros que tocan a las damas, o apoyan su cuerpo en el de ellas cuando el vagón atesta de gente aprovechando tal excusa para quedar totalmente impunes en su perversión.
Muy rara vez está el hombre que toca el trasero de otro hombre.
También se puede ver a los músicos desempleados, que conforman una larga lista, y deambulan diariamente sobre los vagones, en busca de su vida: el joven guitarrista, que con su dote para el canto del norte, se resigna a pedir limosna tras su creación. El hombre del Perú, que trae la música de los incas con su charango y su quena a los vagones de la indiferencia. También está el muchacho del violín, que tocando tristemente el instrumento, llora con el pasar de las estaciones, mientras la luna se asoma tímidamente por el horizonte. El oriundo de Paraguay, que trae consigo un acordeón con el cual intenta animar la existencia rutinaria de todos los allí presentes. Y está también el anciano que sólo canta tangos, con su voz cortada y lastimada.
También pasan los superfluos, que en grupo, hablando con indignación sobre el último modelo de teléfono celular, chocan con la niña que logró recolectar las monedas del día.
Suben las mujeres que buscan la prioridad, alzando en sus brazos a sus hijos ya bien grandes, sólo por obtener un asiento para sí, exigiéndolo con algarabía. Y no faltan los estúpidos que dan su asiento a una señorita vistosa para ver con mejor perspectiva el escote de la chica, y se hacen los dormidos cuando una anciana sube al vagón.
Y nunca se ausentan los religiosos, que entregando estampillas o panfletos con la santa palabra, condenan a los pasajeros al infierno si no aceptan ese papel, y se transforman en la religión.
Y así, diariamente, los días se van sucediendo, entrando y saliendo nuevos personajes que los vagones gastados y oxidados contemplan con indiferencia.
Todos los entes del tren, tristes actores nocturnos, deambulan en busca de un libreto en el que deseen participar, pero que nunca logran hallar, pues en todos ellos, la resignación les ha ganado la batalla. Y es que de pronto, lo impensable, se torna normal, y cuando eso sucede, lo caótico comienza a formar parte de la generalidad, de lo que todo el mundo hace, aunque todos sepan que es incorrecto, que no ‘debería’ ser así... pero sin embargo es....
Y todos los días, la misma resignación... todos los días, el mismo papel, el mismo libreto, el mismo actor...
Resignación a la vida...
Existencia violentada...
Insatisfacción eterna...